martes, 8 de agosto de 2017

Monorol "Piadosa purificación"

Por 





   La noche era fresca y húmeda, las notas de aroma a pino y tierra mojada estaban presentes en kilómetros a la redonda. Dentro de la choza apenas se filtraban de forma tenue los armoniosos sonidos con los que el bosque arrullaba a sus moradores.

   Afuera, sombras se movían con sigilo rodeando el pequeño castro. Todos dormían tranquilamente, nadie pudo escuchar los gritos que murieron ahogados en las gargantas de aquella joven pareja que había tenido la suerte de vivir en la choza más alejada.

   El ganado comenzaba a alterarse por la irrupción de aquellos visitantes nocturnos. Los caballos caminaban de un lado al otro temerosos de las siluetas que se acercaban en grupos a los distintos hogares. La luz de la luna destellaba en los reflejos de las armaduras y espadas desenvainadas.

   Habían dejado ya las primeras cuatro casas en el mismo silencio con el que habían entrado, quedando tras de si bañados en sangre los aposentos de quienes ahí dormían sin tener idea del funesto destino que les deparaba la noche.

    ¿Quién pensaría que el insomnio de una abnegada madre desataría el caos?

   Mientras un grupo de seis hombres se introducía en un pequeño corral para robar el poco ganado que ahí había, otros tres entraban en otra casa topándose de frente con una mujer ya entrada en años que se disponía a beber un poco de agua una vasija de barro negro. Los ojos de la madre se abrieron como platos al ver a los invasores, forrados en acero y con las espadas y ropas manchadas en sangre que a la luz de la luna se veía tan oscura como la noche misma. El terror le recorrió las venas en torrente provocando que su piel se erizara y todo su cuerpo perdiera las fuerzas. No fue un grito lo que alertó a su esposo, fue el sonido de la vasija rompiéndose en pedazos contra el suelo y un instante después, el escalofriante sonido de las costillas fracturándose al ser atravesada por la espada de uno de ellos.

   El esposo se levantó de un salto del humilde colchón de paja en donde descansaba, rápidamente buscó a tientas en la oscuridad aquel objeto que día tras día dejaba en el mismo lugar, pero en medio de la confusión, la sorpresa y el miedo, la herramienta jamás llegó a sus manos... aunque, de poco hubiera servido una vieja y mellada guadaña contra los otros caballeros que con desalmada violencia lo dejaron sin vida tendido en el suelo.

   Fueron los gritos de aquel granjero los que despertaron a los demás habitantes del minúsculo asentamiento, para cuando los soldados salieron de esa choza llevando a un par de niños cargados en hombros como costales, el resto de los aldeanos que ahí vivían estaban saliendo de sus moradas con herramientas y unas pocas espadas en mano dispuestos a defender a los suyos a como diera lugar... pero en ese momento, era ya demasiado tarde.

   Un gran número de caballeros aparecieron de entre los árboles, algunos a pié, muchos otros a caballo y se abalanzaron contra todo aquél que osaba oponer resistencia. De un momento a otro el silencio de la noche fue roto por una sinfonía de gritos, el sonido de el acero entrechocando era por momentos ensordecedor y el fuego se alzaba de los techos de paja iluminando todo el lugar en tonos rojizos. Caballos y bestias de trabajo pateaban con fuerza la pequeña muralla de madera que los contenía, víctimas del miedo ante los múltiples incendios.

   A unas casas de distancia, fui despertado abruptamente con una sacudida, al abrir los ojos pude notar que una mano tapaba mi boca. Un anciano de largo cabello y barbas blancas me miraba con preocupación.

      —Rápido, toma tus ropas y vámonos— me dijo el anciano casi en un susurro —Y no hagas ruido—

   Me levanté asustado y confundido, tomé mi túnica del suelo junto a mi y me cubrí con ella mientras el anciano observaba el exterior por un pequeño hueco en el muro de piedra. En cierto momento tras unos segundos de inspección, me tomó de la túnica aun sin anudar y con su bordón abrió muy lentamente la puerta de madera provocando un suave rechinido que en medio del ruido del ataque pasó desapercibido. Salimos con el mayor sigilo posible, el anciano caminaba trabajosamente lo más rápido que podía mientras cojeaba un poco y apoyaba su peso en el bordón mirando en todo momento a nuestro alrededor.

   Avanzábamos por detrás de las chozas, escondidos en las sombras tratando de evitar ser vistos para lograr llegar hasta los árboles y así poder escapar, pero un grupo de hombres armados se encontraba rondando por el último trecho que nos separaba de la seguridad del bosque. El anciano volvió a tirar de mi túnica y me obligó entrar con él bajo una carreta que se encontraba cerca.

   El fragor de la batalla se fue apagando rápidamente. Vimos cómo los sobrevivientes eran llevados mal heridos y casi a rastras hasta el centro del asentamiento y los obligaron a permanecer de rodillas, hasta que apareció un hombre a caballo rodeado por otros cuatro jinetes. Aquel hombre no llevaba su espada desenvainada y lucía una armadura impecable y brillante. Al llegar al lugar observó la escena con un aire de grandeza y descendió de su caballo dejando ondear su capa carmesí con la poca brisa nocturna. Pasó sobre un par de cadáveres como si de simples rocas se tratase y siguió hasta situarse en medio de la multitud.

      —¿En dónde están?— Dijo de forma tranquila.

   Todos los aldeanos se miraban entre si, sin entender muy bien a qué o a quiénes se refería su captor. Un silencio incomodo reinó durante unos segundos, sólo siendo acompañado por el bajo crepitar de los techos de las chozas convertidos en cenizas y el llanto cargado de tristeza de una mujer que sostenía en brazos el cuerpo ensangrentado de un muchacho.

   Aquél que preguntaba caminaba por el lugar examinando los rostros, cada gesto, cada mirada. Era un hombre inteligente, aunque la paciencia no era una de sus virtudes.

      —Pregunté... ¡¿En...dónde...están?!— gritó visiblemente irritado al no encontrar respuestas de inmediato.

   Nadie respondió...

   A unos metros de él, a un hombre se le aceleraba la respiración. A medida que su captor se acercaba hasta donde él estaba, la adrenalina iba inundando sus venas, haciendo que su corazón se bombeara con más fuerza a cada paso que él daba. Una gota de sudor frío fue bajando por un costado de su rostro. Cuando por fin estuvieron frente a frente los nervios se hicieron patentes en un incontrolable temblor en sus manos. El invasor detuvo sus pasos, giró su cuerpo hacía el aterrorizado aldeano e inclinó su cabeza mostrando una sádica sonrisa ladina, llevó su mano hasta la espada desenvainandola con elegancia mientras el aldeano sentía que las fuerzas en las piernas lo abandonaban.

   Desde la carreta pudimos ver al aldeano señalar con mano temblorosa la pequeña cabaña en donde minutos antes nos ocultábamos. El caballero de armadura reluciente hizo una seña con la cabeza y tres de sus subordinados corrieron hacia la cabaña, después giró un poco y asestó un violento golpe con el filo de su espada directo al cuello del aldeano. Su cabeza fue casi arrancada del resto de su cuerpo y el hombre se desmoronó sobre la tierra haciendo estallar nuevamente los gritos y sollozos de todos los cautivos. El anciano que me acompañaba sólo cerró los ojos con fuerza y bajó la cabeza.

   Los tres soldados llegaron corriendo hasta la pequeña cabaña y abrieron la puerta de una patada. Menos mal que nosotros habíamos corrido en dirección opuesta.

   El anciano quiso aprovechar que en ese momento la atención de todos estaba centrada en esos tres, me hizo una seña y se arrastró trabajosamente hacía fuera de nuestro escondite. Yo lo seguí sin dudar y comenzamos a recorrer el último trecho nos separaba del bosque.

   Estábamos tan cerca que ya casi sentía que podía tocar los árboles, cuando de pronto...

      —Hey ustedes, alto ahí—

   En seguida él y otro soldado más se aproximaban corriendo a nosotros. El viejo sujetó con fuerza su bordón y lo clavó al piso mientras pronunciaba un conjuro.

       —¡Deprimo!— dijo con rapidez, pero nada sucedió. Nada.

   El anciano se quedó helado. Los guardias se acercaban cada vez más y otros tantos que estaban más lejos emprendían camino hacia nosotros. Los ojos del anciano reflejaron la sorpresa...la incredulidad, el terror. Alzó la cabeza y dio un vistazo a su alrededor buscando alguna explicación de porqué no había funcionado su magia, hasta que quedaron fijos más allá de las casas, caballeros y cadáveres; cerca de la entrada al pequeño poblado, pero a prudente distancia de cualquier enfrentamiento se encontraba un hombre de túnica azul que estaba de pié, con los brazos abiertos como abrazando al viento. Su mano derecha sostenía un bordón muy similar al de mi anciano acompañante, sólo que de la punta de aquél era emitido un tenue destello de color gris.

      —Emrys...¿Qué hiciste?— dijo el anciano en un susurro apenas audible.

   Teníamos ya a los soldados encima cuando en su carrera, uno de ellos pateó una roca y calló de bruces sacando al anciano de sus pensamientos. Yo estaba justo tras él, giró hacia mi y de entre sus ropas sacó un rollo de  pergamino anudado con un listón rojo y lo introdujo en mi túnica.

      —Corre al bosque niño, y no te detengas—

   Yo me alejé dando un par de pasos caminando hacia atrás, asustado por lo que le harían a aquel que pareciera ser mi único protector y en seguida un hombre se abalanzaba sobre la espalda del viejo haciéndole caer de frente, otro de ellos llegó casi al instante y se tiró al suelo para ayudar a sostenerlo.

       —¿Qué espera niño? ¡Largo!— gritó con la cara muy cerca de la tierra mientras era fácilmente sometido.

   Yo me di la vuelta para intentar correr, pero mis pequeñas piernas no me dejaron tomar gran velocidad. Pronto tenía a uno de ellos pisándome los talones provocando en mi una desesperación indescriptible, por más que luchaba por correr más rápido, era como si mis pequeños pies se patinaran en el suelo sin dejarme avanzar mientras quien me perseguía me gritaba que me detuviera.

    En algún punto giré mi cabeza un momento para ver qué tan cerca estaba y algo detuvo mi carrera en seco. Un enorme soldado había salido de la nada interponiéndose en mi camino. El golpe de mi cuerpo contra aquél robusto pecho forrado en acero me hizo caer de espalda, el aliento escapó de mis pulmones y mi visión se llenó de destellos blanquecinos. Había quedado tumbado en el suelo, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua, tratando de tomar algo de aire cuando una mano enguantada me levantó como si fuera un simple muñeco de trapo. Ya en pie logre tomar una gran bocanada, sacudí mi cabeza y mi visión se aclaró sólo para ver cómo era golpeado mi anciano acompañante.

   Intenté correr, me sacudía con violencia en todas direcciones mientras las lágrimas dejaban marcado su recorrido en mi rostro polvoso... pero nada, el guardia me tenia sujeto con fuerza de la túnica; preso de la desesperación comencé a gritar, a patalear, golpeaba el brazo de mi captor con la poca fuerza que tenían mis jóvenes brazos. Intentaba patear sus espinillas, pero era como golpear a la pared, siempre topandome con el frío acero que lo envolvía. Mis pies empezaron a arrastrar cuando comenzó a caminar hacia el resto de rehenes.

   En algún momento un sonido casi inaudible, un sonido que en otro momento carecería de importancia, pero ahí fue el sonido de la oportunidad...el suave sonido de la tela desgarrándose....

   Dos hombres pasaron junto a nosotros llevando a rastras a mi protector semiinconsciente, con su cabello blanco apelmazado y teñido de rojo sangre. Yo continuaba oponiendo resistencia, sacudiendo mi cuerpo y tirando hacia el lado contrario cuando por fin mi túnica se desgarró dejando la mitad de mi cuerpo libre. Giré con desesperación para despojarme de la prenda y corrí lo más fuerte que pude en cuanto mi captor dejó caer mis ropas hechas jirones al suelo. Por fortuna mis pequeñas piernas fueron compensadas con la agilidad de un niño, el robusto y pesado guardia no consiguió atraparme. Avanzaba a toda velocidad hacia el resguardo que la oscuridad y los árboles ofrecía cuando escuché un grito.

      —Déjenlo...ya tenemos lo que buscábamos— ordenó el líder cuando dejaban caer a sus pies al malherido anciano.

   Al llegar al linde del bosque mis piernas me ardían como si mis músculos se quemaran, sentía que todo mi cuerpo palpitaba y mis pulmones estaban al borde del colapso. Estaba solo, asustado y semidesnudo, pero a salvo.

   Por alguna razón no me alejé, me mantuve oculto, pero a una distancia prudente, observando. Para ese momento tenían ya amarrado al viejo en un poste clavado en la tierra, el caballero que comandaba todo se acercó hasta donde había quedado mi túnica y a corta distancia de ella, se agachó para tomar aquel viejo y arrugado pergamino que momentos antes llevaba oculto entre mis ropas. Sonrió complacido y volvió sus pasos hacia mi compañero.

   No lograba escuchar lo que le decía, pero en si rostro había una mezcla de odio y arrogancia que nunca antes había visto. No entendía qué estaba pasando, mientras hablaba varios de sus hombres dejaban caer troncos, ramas y aceite a los pies de mi amigo. De nuevo mi corazón se aceleró casi al punto de que quedara inconsciente.

   Uno de sus hombres se acercó hasta él para entregarle una antorcha encendida, el escudo que aquel hombre llevaba en el pecho se iluminó brevemente, un símbolo que jamás olvidaría, y ante la mirada atónita de todos los presentes gritó con odio.

      —¡Recibe entonces la piadosa purificación del fuego y el dolor!—

   Todo pareció moverse en cámara lenta,  la antorcha encendida abandonó su mano dando un par de giros en el aire.

      —¡Nooooooo!— mi garganta se desgarró en un lastimero grito al tiempo que me senté de un salto sobre la cama empapado en sudor y con la respiración entrecortada. En la oscuridad del claustro sentí la mirada furiosa de mis compañeros apenas iluminada por la poca luz de luna que se colaba entre las rocas, y me dejé caer sobre la almohada.

   No era la primera vez que ese sueño me acechaba, sin embargo, sería la última en la que no entendería el significado. Pero esa, esa es otra historia.


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